Quién iba a prever que el amor, ese informal
se dedicara a ellos tan formales
mientras almorzaban por primera vez
ella muy lenta y él no tanto
y hablaban con sospechosa objetividad
de grandes temas en dos volúmenes
su sonrisa, la de ella,
era como un augurio o una fábula
su mirada, la de él, tomaba nota
de cómo eran sus ojos, los de ella,
pero sus palabras, las de él,
no se enteraban de esa dulce encuesta
como siempre o como casi siempre
la política condujo a la cultura
así que por la noche concurrieron al teatro
sin tocarse una uña o un ojal
ni siquiera una hebilla o una manga
y como a la salida hacía bastante frío
y ella no tenía medias
sólo sandalias por las que asomaban
unos dedos muy blancos e indefensos
fue preciso meterse en un boliche
y ya que el mozo demoraba tanto
ellos optaron por la confidencia
extra seca y sin hielo por favor
cuando llegaron a su casa, la de ella,
ya el frío estaba en sus labios, los de él,
de modo que ella fábula y augurio
le dio refugio y café instantáneos
una hora apenas de biografía y nostalgias
hasta que al fin sobrevino un silencio
como se sabe en estos casos es bravo
decir algo que realmente no sobre
él probó sólo falta que me quede a dormir
y ella probó por qué no te quedas
y él no me lo digas dos veces
y ella bueno por qué no te quedas
de manera que él se quedó en principio
a besar sin usura sus pies fríos, los de ella,
después ella besó sus labios, los de él,
que a esa altura ya no estaban tan fríos
y sucesivamente así
mientras los grandes temas
dormían el sueño que ellos no durmieron.

Mario Benedetti



Recuérdame, chica del vestido blanco, por qué pestañeé contigo.

Hoy he vuelto a pensar en ti, y me ha costado respirar,

como si ahora me atragantase por la magia recibida, o por la falta de ella.

Sigo siendo ese idiota que prefiere presumir de haberte perdido 

que coger un peta,

sentarte en un banco cualquiera, 

y explicarte por qué me pesan tanto estas manos, 

por qué tengo miedo.

No es la primera vez que me oyes decirlo 

y es cierto:

estoy acojonado de hacerte preguntas y no aparecer ya en tus respuestas.

Sigo dándole vueltas a todo, chica del vestido blanco,

cuando me decías que siempre estarías en mí,

juro que imaginé otra cosa.

No perdiste las alas ni en mitad de la huida, 

nunca dejaste de ser exacta, ni siquiera de enamorarte de nuevo,

ni siquiera al aceptar mi propuesta de distanciarnos,

absurda, por cierto, ahora que la veo,

no sé en qué momento pudo parecerme buena idea no saber de ti.

A pesar de nunca estar a tiempo, a la hora de la verdad,

nunca me pierdo el inmortal estado 'en línea' en todas las redes

en las que no terminamos de borrarnos, por pánico,

orgullo, o, quiero pensar, por si algún día recordamos qué

nos dejamos sin decir, de qué nos arrepentimos, o qué no volveríamos a hacer

y, por fin, nos demos cuenta de lo estúpidos que fuimos

colgando el hábito, y la espada,

en la pared de una habitación que, ya,

nunca iba a ser la nuestra.

Nosotros, que tuvimos tantas.

Me siento como otro muchacho más echándote de menos cuando no debe,

otro pequeño llorando solo en una esquina con las rodillas destrozadas

tras su primer viaje en bici sin las ruedas de atrás,

como aprender a saltar al vacío sin paracaídas,

o como acabar en mitad de un naufragio sin saber apenas nadar.

Jamás pensé que fueses a doler tanto.

Dime, si la esperanza es lo último que se pierde 

¿Qué cojones perdimos nosotros primero, 

chica del vestido blanco?

Dime 

¿Qué opciones tuvimos 

si desde el principio fuimos dos ceros soñando con sumar?

¿A qué turbio titubeo debo agarrarme ahora que no me bebo tus cantos de sirena?

¿Qué clavo ardiendo no va a apagarse cuando no estés?

Dime, cómo voy a lucir este traje de luto bajo trinchera

si eras tú la única guerra que merecía la pena.

Dime, chica del vestido blanco, 

cómo hago ahora para quedarme con la poesía, 

si te llevaste todos los poemas.

Lo hemos hecho tan mal que cientos de efectos mariposa

deben estar maquinando colocarnos en un bar para decirnos,

con la boca llena de rabia,

todo lo que nos ha quedado pendiente.

Para decirte, chica del vestido blanco:

¿Por cuántas cervezas me canjeas un parasiempre esta noche?

¿Cuántos equilibrios tengo que hacer sobre estos dedos para que me creas?

Dímelo, no tengo las manos para otra cosa.

Quédate, y hagamos de estas horas, un racimo de sueños,

déjame verte sonreírme con los ojos una vez más,

ignora a tus amigos, sabes de sobra que 

el mar no cabe en ninguna caracola,

abramos de par en par las ventanas, 

no te concibo sin un poco de espectáculo,

y tápame la luna con tu silueta, 

no dejes que me pierda ni un solo detalle.

Deja que me asegure de que aún puedo hacer feliz a la única persona que

siempre se lo ha merecido.

No lo entiendes, chica del vestido blanco,

yo sólo venía a decirte que en este metro cuadrado de sudor aún cabemos los dos,

que bajo este sombrero no siempre llueve

y que, si dejé un rastro de arena,

unas huellas grabadas en la tierra,

no pretendía hacerte más daño

era por si, algún día, 

reconsiderabas

volver sobre tus pasos.

Pablo Benavente



Yo era una tarde de invierno,
nostalgia y ceniza en la cama;
los restos de un incendio provocado;
las ruinas que quedan
cuando un castillo es asaltado sin piedad;
un poema cansado
en forma de papel arrugado
en la papelera de cualquier oficina gris.
Tú eras un paseo por el campo,
un día de marzo,
el olor a caricia
sobre la hierba recién cortada;
el abrazo de bienvenida
en la terminal vacía de un aeropuerto;
eras la hora del recreo,
la tarde del viernes,
las vueltas a casa después del trabajo;
también eras los sábados por la noche,
el gol por la escuadra en el último minuto,
el polvo de reconciliación
de todas esas discusiones
que en el fondo solo son excusas
para encontrar nuevas formas de quererse.
Esas eran nuestras credenciales
mucho antes de presentarnos.
Entonces,
un día de otoño,
sin cartas y sin manga cautelosa,
te acercaste a mí con esa ternura
que sólo tienen las personas que saben amar.
Me lamiste la tristeza
y nevaste sobre mi espalda tiroteada;
cosiste con la paciencia
de quien cree lo que espera
las costuras rotas de mi pelo,
llenaste mi almohada de buenas noches
-y mejores sueños-
al descansar tu cabeza sobre ella.
Empecé a acompasar mi respiración
a tus latidos,
y la música
la música empezó a tener sentido.
Un tiempo después,
una mañana de esas en las que el Polo Norte
se concentra en toda la ciudad,
te observé descansar agotada y en paz
sobre mi cama
mientras escuchaba llover a través de la ventana.
Y, de repente, perdí el frío.
Fue así, mirarte fue el deshielo.
Te contemplé
y vi cómo se reconstruía la primavera en mi vida.
Las cuatro paredes de mi habitación
se abarrotaron de esas margaritas que sólo saben decir que sí.
Te despertaste
y se me llenaron los ojos de pétalos.
Me miraste y te pregunté:
¿Qué has visto tú en mí?
Entonces,
con una media sonrisa, contestaste:
Una flor en medio de un campo en ruinas.  

Elvira Satre.

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